"...Muy pronto un negocio mucho más atractivo que
el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado
de valores. Lo conocí por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa muy agradable
descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque
todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero ¿Quién lo
necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del
enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba
inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una
acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su
valor.
Mi sueldo semanal era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación
con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en
la revista pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo
confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes
como el que sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me
reconoció y dijo: - Hace un ratito han subido dos individuos,, señor Marx,
¿sabe? Peces gordos, de verdad. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles
en las solapas. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían
aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo estaba escuchándoles,
pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído atento. ¡No voy a pasarme
toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí que
uno de los individuos decía al otro: "Ponga todo el dinero que pueda
obtener en United Corporation" […]
Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé
inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había
tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todavía iba en batín.
-En el vestíbulo de este hotel están las officinas de un agente de Bolsa
-dijo-. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de
que se esparza la noticia. -Harpo -dije-, ¿estás loco? ¡Si esperamos hhasta que
te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros! De modo que con mis
ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en
el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United
Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del
veinticinco por ciento. Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929
y que no estén familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que
significa esa garantía del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si uno compraba
ochenta mil dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo veinte mil.
El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.
El miércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall
Street, quien le dijo en un susurro: -Chico, ahora vengo de Wall Street y allí
no se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y
ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos.
¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo sé de muy buena tinta. Chico
corrió inmediatamente hacia el teatro, con la noticia de esta oportunidad. Era
una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del telón hasta
que nuestro agente nos aseguró que habíamos tenido la fortuna de conseguir
seiscientas acciones. ¡Estábamos entusiasmados! Chico, Harpo y yo éramos cada
uno propietarios de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El
agente incluso nos felicitó. Dijo: - No ocurre a menudo que alguien entre con
tan buen pie en una Compañía como la Anaconda.
El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon, el
productor teatral, solía ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde
Nueva York, sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus
predicciones para el día. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran
"arriba, arriba, arriba". Hasta entonces yo no había imaginado que
uno pudiera hacerse rico sin trabajar. Max me llamó una mañana y me aconsejó
que comprara unos valores llamados Auburn. Eran de una compañía de automóviles,
ahora inexistente. -Marx -dijo- es una gran oportunidad. Pegará más saltos que
un canguro. Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Luego añadió:
-¿Por qué no abandonas el teatro y olvidas esos miserables dos mil semanales
que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, aseguraría que puedes
ganar más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores,
que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en
Broadway. -Max -contesté-, no hay duda de que tu conssejo es sensacional. Pero
al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin
y con mi productor Sam Harris. Los que por entonces no sabía era que Kaufman,
Ruskind, Berlin y Harris también compraban a crédito y que, finalmente, iban a
ser aniquilados por sus asesores financieros. Sin embargo, por consejo de Max,
llamé inmediatamente a mi agente y le instruí para que me comprara quinientas
acciones de la Auburn Motor Company.
Pocas semanas más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de
campo, con el señor Gordon […] El día anterior, las Auburn habían pegado un
salto de treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y dije:
-Max, ¿cuánto tiempo durará esto? Max repuso, utilizando una frase de Al
Jolson. -Hermano, ¡todavía no has visto nada!
Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción.
La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente
acerca de este fenómeno especulativo. - No sé gran cosa sobre Wall Street -
empecé a decir en son de disculpa- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones
sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una
compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones? Por encima de mi
cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo: -
Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que
usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro. - Oiga,
buen hombre -repliqué-. He venido aquí en busca de consejo. Si no sabe usted
hablar con cortesía, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis
asuntos. Y ahora ¿qué estaba usted diciendo? Adecuadamente castigado y
amansado, respondió: - Señor Marx, tal vez no se dé cuenta, pero éste ha cesado
de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes
de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de
Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil
acciones de Tuberías Crane. Con cierto cansancio pregunté: -¿Cree que es una
buena compra? -No hay otra mejor -me contestó-. Si hay algo que todos hemos de
usar son las tuberías. (Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no
estaba seguro de que apareciesen en las listas de cotizaciones.) -Eso es
ridículo -dije-. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no
utilizan las tuberías. -Solté una carcajada para celebrar mi salida, pero él
permaneció muy serio, de modo que proseguí-. ¿Dice usted que desde la India le
envían órdenes de compra de Tuberías Crane? Si en la lejana India piden
tuberías, deben de saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones;
no, mejor aún, que sean trescientas
Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme
cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al
igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de
cualquier acción, pues estaba seguro de que iba doblar su valor en pocos meses.
En los periódicos actuales leo con frecuencia artículos relativos a
espectadores que se quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos
entradas para ver My Fair Lady (1) (Personalmente opino que vale esos dólares.)
Bueno, una vez pague treinta y ocho mil por ver a Eddie Cantor en el Palace […]
Cantor era vecino mío en Great Neek. Como era viejo amigo suyo cuando terminó
la representación fue a verle en su camerino. […] Encanto -prosiguió Cantor-,
¿qué te ha parecido mi espectáculo? Miré hacia atrás, suponiendo que habría
entrado alguna muchacha. Desdichadamente no era así, y comprendí que se dirigía
a mí. Eddie, cariño - contesté con entusiasmo verdadero-, ¡has estado soberbio!
Me disponía a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente
con aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:
-Precioso, ¿tienes algunas Goldman Sachs? -Dulzura -respondí (a este juego
pueden juggar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de
ellas ¿Qué es Goldman Sachs? ¿Una marca de harinas? Me cogió por ambas solapas
y me atrajo hacia mí. Por un momento pensé que iba a besarme. -¡No me digas que
nunca has oído hablar de las Goldman Sachs! -exclamó incrédulamente-. Es la
compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores . Luego
consultó su reloj y dijo: -Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada.
Pero, mañana por la mañana, nene, lo primero que tienes que hacer es coger el
sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de
Goldman Sachs. Creo que hoy ha cerrado a 156… ¡y a 156 es un robo! Luego Eddie
me palmoteó una mejilla, yo le palmoteé la suya y nos separamos. ¡Amigo! ¡Qué
contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrese, si no
llego a ir aquella tarde al Teatro Palace, no hubiese tenido aquella
confidencia. A la mañana siguiente, antes del desayuno, corrí al despacho del
agente en el momento en que se abría la Bolsa. Aflojé el veinticinco por ciento
de treinta y ocho mil dólares y me convertí en afortunado propietario de
doscientas acciones de la Goldman Sachs, la mejor compañía de inversiones de
América
Entonces empecé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de
Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no
ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las
agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores.
La mayoría de las conversaciones se limitaban a la cantidad que tal y tal valor
habían subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero,
el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban
sus mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en Wall
Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la
resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su continua
ascensión.
De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío
advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los
verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si
nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas
de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago
financiero americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase
exacta, pero venía a ser así: "Cuando el mercado de valores se convierte
en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse."
Yo no estaba presente cuando la Fiebre del Oro del cuarenta y nueve. Me refiero
a 1849. Pero imagino que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba
al todo el país. El presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal
parecía completamente ajeno a lo que sucedía. No estoy seguro de que hubiesen
conseguido algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se
deslizó alegremente hacia su perdición.
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más
nerviosos fueron presos del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace
casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía
sobre nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería
comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las
ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen
juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores que por entonces solo
tenían el nombre de tales. Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa,
quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. Esta era una
broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin
dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui
uno de los afectados. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco.
Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para
cubrir las garantías que desaparecían rápidamente.
Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y sencillamente se
derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el
país estaba llorando. Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más
suerte. Lo único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares (o ciento
veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese perdido más pero era
todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor
financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York.
[...] Todo lo que dijo fue: "¡la broma ha terminado!" Antes de que yo
pudiese contestar el teléfono se había quedado mudo...se suicidó.
En toda la bazofia escrita por los analistas del mercado, me parece que nadie
hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el
señor Gordon. En aquellas palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había
terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el
convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma
situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra
especie, prefiere la compañía. Si mi agente hubiese empezado a vender mis
acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna.
Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir
prestado dinero del Banco para cubrir las garantías. Las acciones de Cobre
Anaconda se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído
a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 7/8. La confidencia del
ascensorista de Boston respecto a United Corporation se saldó a 3,50. Las
habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace fue magnífica
¿Goldman-Sachs a 156 dólares? Cuando la máxima depresión del mercado, podía
comprárselas a un dólar por acción.
El ir al desahucio financiero no constituyó una pérdida total. A cambio de mis
doscientos cuarenta mil dólares obtuve un insomnio galopante, y en mi círculo
social el desvelamiento empezó a sustituir al mercado de valores como principal
tema de conversación..."
Groucho Marx
Groucho y yo (1959)
Edición de Tusquets Editores (1995)