—¿Y bien? —Preguntó el padre. —¿Sabes ya como quieres hacerlo?
—Sí, lo tengo muy claro. —Contestó Gian Lorenzo.
En realidad, no lo tenía tan claro, solo había respondido eso para aparentar seguridad.
El encargo del cardenal era muy importante, quería una escultura de San Lorenzo y quería que fuera algo innovador y sin embargo había apostado por un adolescente. Gian Lorenzo también quería hacer algo diferente por lo que tenía que elegir bien qué representar. La vida de San Lorenzo tenía varios momentos notables, como cuando el corrupto alcalde de Roma le encargó que le entregara todos los bienes de la Iglesia, y el santo los gastó entre los pobres y se presentó ante el alcalde con una multitud de mendigos y le dijo “Estos son los bienes de la Iglesia”. Desde luego San Lorenzo tenía sentido del humor, pero al alcalde no le hizo gracia y mandó ejecutarlo quemándolo vivo en una parrilla. Ni aun así el santo perdió su humor, pues cuando ya estaba medio muerto gritó a sus captores “Dadme la vuelta que este lado ya está hecho”. Gian Lorenzo rio ante la ocurrencia. El momento de la parrilla era uno de los que más se usaba para representar a San Lorenzo y por eso mismo lo quiso desechar, pero se dio cuenta de que no podía, era algo tan bueno que tenía que esculpirlo en piedra, pero lo haría como nadie antes lo había hecho.
—¿Y cómo será? —Volvió a preguntar Pietro, el padre de Gian Lorenzo.
—Será espectacular, te lo aseguro padre. Será una escultura como nunca se ha visto otra.
El padre puso la mano en el hombro de su hijo. El cariño de padre podía más que la envidia. Ahora solo le preocupaba que el joven de pelo y ojos oscuros estuviera a la altura de lo que se le pedía y de quien se lo pedía. La fortuna no solía llamar dos veces a la casa de los pobres. Tenía que triunfar o no le volverían a encargar nada importante.
—Te dejo solo, tienes mucho trabajo —Le dijo Pietro.
Tras la marcha de su padre sin embargo el joven no se sintió solo del todo. Sentía que su San Lorenzo estaba con él, en alguna parte de aquella piedra y que le gritaba que le hiciera salir. Por un momento incluso dudó de si esos gritos eran reales y no solo producto de su imaginación.
Se acercó a la piedra y la acarició, estaba fría y áspera. Él le daría vida.
En una esquina del estudio había una vieja mesa de madera con unas hojas de papel esparcidas. Se sentó a la mesa, cogió un carboncillo y a la luz de del sol que entraba por la ventana empezó a dibujar.
Pasaron horas y horas y el joven Gian Lorenzo dibujaba una y otra vez un San Lorenzo distinto. Lo imaginó con barba y sin barba, sonriendo como un bromista o llorando como una víctima, plácido como un durmiente o torturado como un pecador. Nada le servía, todos sus diseños le parecían inanimados, como simples muñecos.
—¡No! ¡No! y ¡No! —Gritaba cada vez que tiraba un dibujo al suelo.
Encendió unas malolientes velas de sebo, para combatir la oscuridad y entre el tenue humo que despedían, siguió dibujando.
Cada vez se sentía menos seguro de ser capaz del encargo.
Las velas se consumieron y quedó a oscuras. A tientas, salió del estudio para entrar en una minúscula habituación dónde había dispuesto una pequeña cama con mantas ásperas. Ese sería su único lugar de descanso. No quería comodidades ni nada que lo distrajera.
Pasaron seis días y un criado anunció una visita. Gian Lorenzo ordenó que no le dejara entrar, pero el criado no se atrevió a cumplir su orden y en el estudio, mientras el joven escultor tiraba otro papel arrugado al suelo, entró una figura alta vestida como un comerciante romano cualquiera. Sin embargo, Gian Lorenzo reconoció enseguida al hombre de barba blanca y ojos inteligentes y ambiciosos; se trataba del cardenal Barberini en persona que se presentaba de incognito.
—¿Cómo va mi San Lorenzo? —Dijo el cardenal nada más entrar en el estudio.
El joven escultor hizo una reverencia y se dio cuenta de que no se había cambiado de ropa en una semana. El cardenal también se dio cuenta y sin disimulo se llevó un pañuelo perfumado a la boca.
—Va muy bien, su Eminencia Reverendísima. Estoy trabajando en los bocetos.
—¡Enséñamelos!
Gian Lorenzo tragó saliva. Su último diseño estaba tirado en suelo.
—Pues bien, mi….
—¿No tienes nada?
El joven escultor necesitaba ganar tiempo.
—Se lo que quiero y se lo que no quiero. —Respondió.
—¿Y qué quieres?
Gian Lorenzo tragó saliva.
—Quiero un San Lorenzo vivo.
¿—Qué quieres decir con eso? —Preguntó intrigado el cardenal sin quitarse el pañuelo de la nariz.
Al joven escultor le brotaron entonces las palabras como un torrente:
—Pues… quiero un San Lorenzo que sienta y solo las cosas vivas sienten. Las esculturas clásicas romanas y griegas son bonitas, magníficas, me han inspirado siempre, pero… están muertas. Son fríos trozos de mármol perfecto y representan dioses que no sienten y por ello no hacen sentir. Yo quiero crear un San Lorenzo que se retuerza en el fuego, que muestre en su rostro el sufrimiento del martirio, que los fieles al mirarlo sientan el olor de su carne al quemarse y lloren por su dolor. No quiero que digan ¡qué bonita estatua!, quiero que les conmueva.
En ese mismo instante, mientras decía esas palabras, a Gian Lorenzo se le presentó el diseño definitivo de su estatua. Era como si hubiera estado toda la vida delante suya y hubiera estado ciego para verla.
El cardenal Barberini bajó por un momento el pañuelo perfumado y miró profundamente a los ojos de Gian Lorenzo. Había elegido al joven napolitano porque había visto su trabajo como ayudante de su padre y su destreza con el mármol era notable, pero no esperaba nada más que una buena y bonita escultura. Lo que veía en sus ojos sin embargo era algo diferente a lo que ofrecía un artesano. El chico le hablaba justo del tipo de cosas que la Iglesia católica estaba buscando para combatir el envite de la Reforma protestante.
—¿De verdad te crees que puedes cambiar el arte? — Preguntó el cardenal de forma cauta.
La respuesta del muchacho fue rotunda.
—¡Sí!
El cardenal dio un vistazo al estudio de Gian Lorenzo. El gran bloque de mármol blanco seguía en el centro. Si la piedra hubiera tenido cara estaba seguro de que le estaría sonriendo de forma burlona.
—De acuerdo. — Dijo finalmente el cardenal. —Sigue con tu trabajo, pero espero que cuando vuelva tengas ya algo que me guste.
—No le fallaré, su Eminencia Reverendísima.
Cuando el cardenal disfrazado de comerciante salió de la casa, Gian Lorenzo corrió hacia la mesa y agarró el último trozo de papel que le quedaba. Con rápidos trazos dibujó la figura que le había venido a la mente.
El joven escultor miró a la ventana, aún quedaba luz del día para comenzar y sus fuertes manos le pedían golpear la piedra. Marcó los puntos principales de la figura en el mármol y sin querer esperar ni un segundo, con un martillo de madera y un afilado cincel de hierro, empezó a golpear.
Su vida había cambiado definitivamente.
Gian Lorenzo se encerró en sí mismo. Vivía, dormía y comía en el estudio. Siempre había sido jovial y no le importaba recibir visitas de amigos, pero no les dejaba ver su obra. Ni a ellos, ni a nadie. Cuando necesitara ayudantes para ir más rápido con los detalles ya los llamaría, pero de momento quería estar a solas con su San Lorenzo. Su propio padre se preocupó por la salud de su hijo, pero este le tranquilizaba con sus palabras.
—Nunca he estado más fuerte y nunca he estado más vivo. —Le decía.
La escultura avanzaba con cada golpe y cada esquirla de piedra que saltaba y que hería la cara del escultor. Tardó meses de actividad frenética y sus manos se cubrieron de callos, pero avanzaba. Sentía que San Lorenzo le llamaba desde dentro de la piedra y le pedía que lo sacara, que le ayudara a nacer para ver la luz del día.
El cardenal Barberini, para su sorpresa, no volvió a aparecer. Parecía que le había olvidado. Quizá la vida de un cardenal en Roma estaba demasiado ocupada para preocuparse de un joven escultor y su obra. Al fin de cuentas, Gian Lorenzo solo era un escultor más de la multitud que había en ese momento trabajando en la ciudad eterna.
Cuando Gian Lorenzo rebajó la piedra hasta llegar a la profundidad en la que debía estar la figura, casi se desmaya. Ante sí ya estaba San Lorenzo, aunque mudo. Tenía que darle los detalles de la expresión y lijar el mármol hasta que tuviera la textura de la carne. Solo en ese momento contrató a ayudantes para la tediosa tarea de lijar mientras el hacía los detalles de las expresiones del rostro y del cuerpo. Ese era el momento crucial, el momento en el que el mármol pasaría de ser una piedra a una obra de arte o se convertiría en un muñeco grotesco.
El muchacho sudó con cada línea de expresión, con cada arruga, con cada herida de San Lorenzo. En ese momento sintió miedo y sus manos volvieron a temblar. ¿Y si no conseguía esculpir lo que veía cuando cerraba los ojos? ¿Y si al final no era tan buen escultor como se creía? Fallaría al cardenal, fallaría a su padre y se fallaría a sí mismo. Ante él iba naciendo su San Lorenzo, golpe a golpe, día a día y a cada instante se sentía más inseguro. ¿De verdad era capaz de mostrar el rostro de alguien que está muriendo abrasado?
— Necesito un espejo. - Se dijo a sí mismo en voz alta.
Gian Lorenzo se lanzó a su habitación y cogió el pequeño espejo que usaba para peinarse cada mañana. Lo puso al lado de la mesa con los bocetos, se quitó la camisa y cogió una vela encendida.
—¡Por el arte!
Acercó el fuego de la vela hasta su brazo izquierdo y al instante el dolor golpeó su cerebro como un martillo. Su cara se deformó en un grito y vio reflejado en el espejo lo que quería reflejar. Apartó el fuego de su cuerpo y jadeando de dolor dibujó la expresión de sufrimiento que había captado en su rostro. Ahora sí sabía cuál fue la expresión de San Lorenzo durante el martirio.
Los últimos detalles de la escultura los realizó en secreto. Ni siquiera permitió a sus ayudantes que vieran finalizar su obra.
El día convenido, su padre y el cardenal Maffeo Barberini acudieron a la presentación de la obra en el taller del escultor. Gian Lorenzo se aseguró de darse un buen baño y vestir sus mejores ropas. El cardenal no desmereció y acudió rodeado de criados y con su traje y su capelo rojo, símbolos de su dignidad y poder. No importaba si se era católico o no, el cardenal Barberini impresionaba y el futuro del joven escultor estaba en sus manos. Todos los que los que había acudido, lo sabían.
Cuando los visitantes rodearon el bloque de mármol cubierto con una áspera lona gris, el joven escultor, poco más que un niño, de un suave tirón, quitó la tela y reveló la escultura.
La sala quedó en silencio. Nadie había visto nunca algo parecido.
Ante ellos, San Lorenzo aparecía tendido sobre una parrilla y las lenguas de fuego le mordían la carne sin misericordia. Su rostro, con un rictus de dolor, se volvía al cielo y en sus labios casi se podía ver como murmuraban una oración pidiéndole a Dios que protegiera a la ciudad y al pueblo de Roma de las injusticias y el pecado.
Uno de los criados del cardenal comenzó a llorar y se arrodilló para rezar y el resto le siguieron. El cardenal Barberini sonrió.
—Esta obra es magnífica, propia de un maestro. — Dijo el cardenal.
Pietro, el padre de Gian Lorenzo, estaba henchido de orgullo.
—¿Estás contento de tu obra, hijo? —Preguntó el viejo escultor.
—Sí padre, pero aun así…
—¿Aun así? —Preguntó Barberini que estaba siempre atento.
—Aun así, este solo es un comienzo. Todavía lo puedo hacer menor.
El cardenal sonrió.
—Sí, estoy seguro de que lo harás aún mejor. Serás inmortal y cambiarás la historia del arte, Gian Lorenzo Bernini.