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lunes, 16 de marzo de 2020

Tres relatos completos del libro Historia en cuentos: de la Prehistoria al Renacimiento

Ante la crisis provocada por el Coronavirus Covid-19, pongo a disposición del público de forma gratuita tres relatos del libro Historia en Cuentos: de la Prehistoria al Renacimiento. Disponible en Amazon.  Estos cuentos fueron ideados para aprender historia de forma amena y tienen el formato de mini-novelas históricas. Son una ayuda para profesores y padres que quieran que los jóvenes refresquen sus conocimientos en unos momentos dónde las clases están suspendidas.




28000 aC. Al sur de la península ibérica.

Paleolítico. Se describen y comparan las diferencias físicas entre Homo Sapiens y Neandertales así como sus culturas y formas de vida.

9300 a.C. Creciente fértil

Neolítico e inicio de la agricultura

Venecia 1501

Renacimiento y Leonardo Da Vinci.

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El primer relato completo, el que corresponde al Paleolítico. Se describen y comparan las diferencias físicas entre Homo Sapiens y Neandertales así como sus culturas y formas de vida. Este relato en concreto fue pensado para mis alumnos de 1º de ESO, es decir, de 12 a 13 años, pero podréis ver que se ajusta a más edades.

28000 aC. Al sur de la península ibérica.




¡Zarsi! ¡Hemos de volver! Se va a hacer de noche. ¡Papá se enfadará!
¡Ya casi lo tengo!
La niña corría entre las jaras y saltaba sobre las piedras como un gamo. Aquel conejo no se le escaparía por más que el asustadizo de su hermano Bilgu, que le seguía con la lengua afuera, quisiera detenerla. Aquel conejillo suponía carne para su tribu y esta no se conseguía todos los días, pero lo más importante para ella era que su padre, Urgo el fuerte, jefe de todo su clan, vería que una niña podía cazar y no solo quedarse detrás de los hombres.
Ya eres mío.
El conejo había cometido un error fatal. Había dejado atrás el terreno escarpado donde podría haberse escondido y corría ahora por un llano. Zarsi se detuvo en seco, sacó un piedra aguzada que guardaba en una bolsita de piel y armó con ella su honda. Giró aquellas tiras de cuero sobre su cabeza sin dejar de mirar el punto gris que era el conejo y se dispuso a disparar cuando de pronto, algo golpeó al conejo. Un palo lanzado por alguien le había arrebatado su presa.
Zarsi rabió. Llevaba mucho tiempo detrás de aquel conejo y lo sentía suyo. Alzó su mirada y vio al cazador. Era un niño cubierto de pieles sin curtir y que estaba de pie a una distancia de veinte pasos.
           –¡Hey! ¡Ese era mi conejo! –gritó Zarsi.
Estaba tan enfadada que se dirigió hacia esa persona, pero cuando estaba a cinco pasos se paró en seco. Aquel niño no era de su tribu, es más, no era como nadie que hubiera visto jamás. Tenía el pelo del color de la sangre seca y los ojos como musgo fresco, cosa que no había visto nunca y era más alto que ella y sobretodo más fuerte. Las bastas pieles de venado no podían disimilar la anchura de sus hombros, pero lo que más le llamaba la atención era su frente, ancha y saliente y su mentón, o mejor dicho, su no mentón, porque no tenía.
Estaban frente a frente, a solo unos pasos, cuando oyó los resoplidos de Bilgu, su hermano, que se quedaba parado justo detrás de ella.
            –¿Quién es este Zarsi? –preguntó Bilgu con la voz temblándole.
El desconocido estaba tan sorprendido como ellos, con los ojos verdes abiertos de par en par. Él tampoco  había visto a niños como aquellos y parecía que estaba decidiendo si tenía que salir corriendo o estrujarles con sus fuertes manos. Finalmente sonrió de oreja a oreja mostrando unos dientes ladeados y algo ya desgastados, pero eso no les llamó la atención a Zarsi y a Bilgu, pues en su tribu era normal cortar el cuero y la carne con los dientes y eso pasaba factura.
             –¡Jurgal! ¡Jurgal! –dijo aquel joven fortachón señalándose al pecho.
            –Yo soy Zarsi. –dijo la niña comprendiendo que el extraño se había presentado.
¡Vámonos! ¡Vámonos! ¿No ves que no  es de los nuestros? –dijo un  Bilgu que parecía que estaba a punto de hacerse pis en el taparrabos de cuero.
A Zarsi no le dio tiempo para responder a su hermano. Súbitamente se vieron acompañados por gigantes salidos de no se sabía dónde. Una docena de hombres y mujeres enormes y musculosos cubiertos de pieles sin  curtir y sin mentón les habían rodeado. La luz del sol moribundo los volvía aún más extraños, quitándoles cualquier parecido con un ser humano. Los niños  volvieron a sentir miedo, como siempre se tiene miedo ante lo desconocido.
¡Jurgal uf ujal! –dijo Jurgal señalando a los recién llegados sin parar de sonreír, como queriendo tranquilizar a los niños. Sin embargo, los recién llegados no sonreían y una ráfaga de aire frio que anunciaba el fin del día heló aun más a Zarsi y a Bilgu.
            –¡Jurgal uf ujal! ¡Jurgal uf ujal! –repitió.
Creo que es su familia. –Dijo Zarsi temblando de frio y de miedo porque se hacía de noche y se había dado cuenta de que no sería capaz de volver a casa en la oscuridad.
El sol era ya poco más que una línea en el horizonte y los gigantes se pusieron nerviosos. A todos les daba terror la noche cuando el frío y los animales salvajes campaban a sus anchas. A lo lejos se escuchó el aullido de un lobo.
Arjoa uf ujarclic. Urque uui –gruñó más que habló uno de los gigantes, el que parecía más viejo.
Inmediatamente todos se pusieron en camino, la noche no debía cogerles al descubierto.
Jurgal tomó la mano de Zarsi y aunque el contacto era áspero, lo hizo con delicadeza. Tiró de ella para que los acompañara.
             –Bilgu, tenemos que irnos con ellos.
             –Pero… se nos comerán.
             –No creo que quieran hacerlo, han tenido oportunidad.
             –Pero papá se enfadará.
             –Se enfadará más si nos comen los lobos.
Zarsi no esperó la reacción de su hermano, sino que se puso a andar con el grupo de extraños  humanos y al lado de Jurgal, que no paraba de sonreír enseñando una mella entre sus dientes. Bilgu echó a andar también. Por nada del mundo quería quedarse solo.
El campamento de los gigantes no estaba lejos. Era una cueva en una pared rocosa de cara al mar. Allí les esperaban otros humanos como ellos, altos y sin mentón que se calentaban en torno a un fuego. Cuando Zarsi estuvo cerca se dio cuenta de que eran tantos como dedos tenía su mano y eran viejos, muy viejos, pues su pelo se había vuelto blanco.
– ¿Cuántos ciclos de estaciones tendrá el mayor? –Se preguntó Zarsi. – ¿Treinta y cinco? ¿Cuarenta? – Con la gente tan vieja le costaba calcular.
Una anciana con una cicatriz que le cruzaba la cara se acercó, apoyándose en un bastón, a los recién llegados, pero sus ojos se concentraron en los dos niños pequeños y los señaló con su huesuda mano. No había afecto en su mirada y empezó a hablar en su lengua al que aparentaba ser el jefe, aquel gigante mayor que había ordenado la marcha. Zarsi no la entendía, pero por su forma de mirarlos y gesticular adivinó que ella ya había visto antes a gente como ellos y la experiencia no fue buena. El jefe se encogió de hombros y se desentendió. Parecía que el asunto de dos niños para él no era demasiado importante. Terció Jurgal y les señaló un lugar junto al fuego para que se sentasen, procurando quedarse al lado de Zarsi. Allí se fueron concentrando todos los miembros de la tribu. Como los dedos de sus dos manos y dos más en total, fue capaz de contar. Los recién  llegados traían provisiones con ellos. Zarsi vio que portaban una rama con moras maduras y un par de conejos, incluido el que ella había perseguido. No parecía mucho para un grupo tan grande y dudó que compartieran la comida con ella.
Dos de las mujeres cogieron los conejos y comenzaron a desollarlos ayudándose de unas grandes piedras talladas, igual a como lo hacia la familia de Zarsi, pero a la niña le dio la impresión de que la talla era más tosca; los suyos se bastaban con pequeñas piedras aguzadas para descarnar cualquier cosa. Después de quitarles la piel, los destriparon y los atravesaron con dos palos para ponerlos cerca de las brasas del fuego. Mientras tanto, la tribu comenzó a pasarse la rama de moras para que cada uno fuera cogiendo una por turno. Cuando llegó el turno de Bilgu el que tenía la rama dudó, pero finalmente se la dio. Bilgu cogió una mora, se la metió en la boca y le gustó, por lo que cogió otra e hizo lo mismo, cuando iba a coger la tercera, todo el grupo empezó a rugir, por lo que Zarsi le dio un codazo y Bilgu, de nuevo con la cara de hacerse pis encima, le pasó la rama. Zarsi tuvo el buen sentido de solo coger una. Así se fue pasando la rama de uno en uno hasta que se acabaron los frutos. Zarsi pensó que hubiera sido más inteligente el coger todas las moras de una vez y repartir a cada uno lo que le correspondía, pero eso sabía que era difícil, había que contar y parecía que no sabían hacerlo. Saber contar era algo de lo que Zarsi estaba muy orgullosa, pues era capaz de contar mejor que ningún niño de su tribu usando para ello los dedos de sus manos y de sus pies e incluso ayudándose con piedrecillas para no perderse cuando se aventuraba más lejos. Osuber, el brujo de la tribu, le había enseñado.
Los conejos empezaban a dorarse y a oler de forma deliciosa y más cuando vio que les echaban un poquito de sal. Ya era  noche cerrada cuando empezaron a pasarse los conejos. Cada uno dio una dentellada y la niña tuvo buen cuidado de que su hermano no se comiera un pedazo demasiado grande, lo que fue visto con buenos ojos por el jefe y por Jurgal que sonreía al ver que su nueva amiga era lista.

Los gigantes, aunque ya no le parecían tales, ni monstruos, sino humanos como ella solo que algo diferentes, empezaron a reír tras la comida y a charlar en lo que sin duda era una lengua como la suya, aunque pensó que era más simple, pero no por ello dejaba de ser un lenguaje. Se contaban los unos a los otros como les había ido el día y lo que habían visto, incluso hubo quien hizo el intento de comunicarse con Zarsi y Bilgu, sin conseguirlo claro, pero al menos el lenguaje de los gestos era una ayuda. Comer, beber, acercarse al fuego para estar caliente, era algo que transmitían sin esfuerzo. Parecía que ya los consideraban unos miembros más del clan, aunque la vieja de la cicatriz no les quitaba ojo y no había que ser muy listos para darse cuenta de que no los quería allí.
La noche avanzaba y el frío del viento empezaba a dominar al calor de un fuego que se extinguía. Aquellos seres empezaron a levantarse uno a uno en dirección a la cueva. Zarsi cogió a Bilgu del brazo y buscó un hueco donde pudieran echarse mientras veía cómo uno de los miembros más viejos del clan cogía un ascua y la introducía en una cazoleta hecha de huesos y astas de venado. Allí dormiría el fuego,  que era la posesión más importante de la tribu, hasta el día siguiente. En su tribu también hacían algo similar, pues encender fuego era difícil, había que provocar chispas golpeando dos piedras o frotando maderas ayudados por un pequeño arco, pero según le contaron, los antiguos no sabían hacer fuego y cuando lo encontraban en la naturaleza provocado por un rayo, lo tenían que conservar vivo pues dejar que muriera podría suponer el fin de la tribu. El fuego servía para cocinar la comida, que así era más digerible que la cruda, para calentarse, para curtir las pieles con su humo, para aguzar las lanzas para… para un montón de cosas.
Sorprendiendo a Zarsi fue el miedoso Bilgu el que primero se durmió. Parecía que la tensión de aquel día había podido con él. Ella sin embargo quería mantenerse alerta, la mujer de la cicatriz no estaba lejos y con ese pensamiento se frotó la garganta, pero había caminado tanto y tenía tanto sueño… Poco a poco sus ojos se cerraron y su mente comenzó a soñar con praderas llenas de caza y ríos con peces, porque obtener comida era la mayor preocupación de su pueblo y así se imaginaba el paraíso. De pronto en ese paraíso empezaban a escucharse gritos, gritos de pelea y quienes gritaban eran la familia de Jurgal y también... aquellos gritos no eran un sueño.
Zarsi se despertó de un salto y vio que la cueva estaba iluminada por el  fuego y que todos los hombres habían cogido sus lanzas y las mujeres estaban gritando, la de la cicatriz, más que nadie.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa?–preguntó Bilgu a punto de llorar.
Zarsi también tenía ganas de llorar. Lo que quería era estar en casa con sus padres y con su tribu y no en medio de una pelea. Alguien, otra tribu más numerosa los estaba atacando y había arrojado antorchas encendidas dentro de la cueva para obligarlos a salir. Los gigantes eran fuertes, pero eran pocos y estaban hambrientos. Tenían poco que hacer.
La mujer de la cicatriz se acercó a Zarsi por detrás y la agarró por el brazo, arrastrándola hacia la entrada de la cueva.  Bilgu se abalanzó sobre la anciana, pero esta era mucho más fuerte que él y lo mandó al suelo de un manotazo. Por más que Zarsi se revolvía no podía hacer nada y sus pies apenas cubiertos por unos retazos de cuero se arañaban con el suelo de la cueva mientras pataleaba. Creía que era su fin, pero cuando la anciana llegó a la entrada no la mató, sino que la empujó fuera con todas sus fuerzas y luego a Bilgu. Los niños salieron despedidos como las piedras que se lanzan a los ríos para ver como saltan.


Los dos niños quedaron tendidos en el suelo, a los pies de los asaltantes. Cuando Zarsi alzó la mirada, vio a su padre con una lanza en una mano y una antorcha en la otra. Estaba asombrado. Rápidamente le pasó la lanza a un compañero y abrazó a sus hijos, llenándosele los ojos de lágrimas.  
Creí que os había perdido para siempre. Ya estáis a salvo. No os preocupéis hijos. Ya estáis a salvo.
Urgo soltó a sus hijos, cogió su lanza y las lágrimas se le secaron al instante. El amor filial fue sustituido por una mirada de odio, odio hacia quienes le habían arrebatado a sus hijos.
           –¡Matadlos!, ¡Matadlos a todos!  –gritó.
Los guerreros de la tribu alzaron sus lanzas con afiladas puntas de piedra para lanzarlas al puñado de gigantes que defendían la entrada de la cueva con garrotes y lanzas de punta de madera. Jurgal estaba entre ellos. Los hombres de la tribu de Zarsi eran más bajitos y menudos, pero les superaban en una proporción de tres a uno. Iba a ser una ejecución.
             –¡No! –dijo Zarsi. –No, por favor no.
Zarsi saltó de las filas de los guerreros y corrió hacia los gigantes. Se puso delante de ellos y volvió a gritar.
            –¡No!
Quítate de ahí Zarsi –bramó su padre.
No papá. Te quiero mucho pero no puedo dejar que los mates. No son peligrosos.
Son diferentes a nosotros –respondió Urgo sin bajar la lanza.
Sí, pero no por eso dejan de tener derecho a vivir. Ellos no me hicieron ningún daño. Me dieron refugio y comida cuando se hizo de noche.
Bilgu, para sorpresa de Zarsi, se unió a ella. Los dos hacían de escudos humanos para defender a sus nuevos amigos.
-        Por favor papá. Podemos convivir.
El padre dudaba pero las lágrimas en los ojos de sus hijos hicieron efecto y acabó bajando la lanza, siguiéndole el resto de los guerreros. Zarsi dio un grito de alegría y corrió a darle otro abrazo para darle las gracias. Sus amigos se habían salvado.
Vámonos a casa hija, tu madre te espera –le susurró aquel padre a su hija al oído.
Mientras Zarsi y los suyos se marchaban, la niña le lanzó una última sonrisa de despedida a Jurgal. Este se la devolvió, aunque tenía un matiz triste en su mirada, como si pensara que el tiempo de su gente estaba llegando a su fin. Eran los últimos de los Neandertales.

Francisco Castillo.
Historia en cuentos: de la Prehistoria al Renacimiento, pp 7-18
Edit; Amazon










  •             ISBN-13: 978-1976715969

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  • 9300 aC Creciente fértil.




    Necesito nuevos dientes para esta hoz, estos ya están desgastados –dijo Nishi
    El padre se acercó a ver aquel trozo de madera al que había incrustado pequeñas piedras talladas para que mordieran los tallos del trigo.
    Te los cambiaré mañana. ¿De acuerdo?
    Yo los haré padre, ya sé tallar.
    El padre, Horshan el cejudo, miró a su hijo con algo de incredulidad. Tenía ya dieciséis años pero no era muy alto y su bigote solo era una sombra. El chico solo destacaba por su mata de pelo oscuro y rizado, no tenía la estampa que él esperaba que tuviera un hijo suyo, salvo las cejas pobladas que no dejaban dudas de que era de su sangre. ¿Sería capaz algún día de valerse solo? Tendría que darle una oportunidad.
    Así sea –le dijo. –Talla los dientes y  ya que estás, talla también para la mía.
    Nishi sonrió por el voto de confianza. Su padre era el mejor tallador de la aldea y sería muy exigente con lo que le mostrara, pero no se acobardaría por ello.
    Volvió a la faena, la talla tendría que esperar a la tarde y ahora toda la familia tenía trabajo. El trigo salvaje amarilleaba en manojos irregulares aquí y allá, en muchos casos aún inmaduro, lo que hacía que fuera más difícil de segar,  pero no podían darse el lujo de esperar a que madurara por completo. Aquel trigo, en cuanto llegaba a su estado óptimo, se desgranaba y caía al suelo. Aquello claro está que aseguraba una nueva generación de plantas, pero también hacía que se desperdiciara mucho grano y que nacieran muchas plantas en poco espacio, lo que había observado Nishi que las hacía más débiles. En fin, aquello era lo que había conocido y como le había dicho su padre, no se podía cambiar a la naturaleza.
    El adolescente dio un tajo con su hoz de madera y los dientes de piedra mordieron un buen manojo de espigas maduras. Los granos saltaron como en un surtidor.
    ¡Otra vez no! –dijo con desesperación.
    El tener los dientes desgastados hacía que tuviera que golpear más fuerte de lo normal y aquello se estaba convirtiendo en un suplicio. Se agachó al suelo para intentar recoger el mayor número de granos que pudiera y echárselos en su zurrón de piel de oveja. Juntando las manos, empezó a recoger los granos hasta que dio con una espiga extraña. Nishin cogió aquel racimo de trigo  y vio que los granos seguían en su lugar a pesar que el golpe de hoz había truncado el tallo.
    ¿Estará inmadura a pesar del color? –se dijo a sí mismo.
    Nishin cogió uno de los granos y se lo metió en la boca. Estaba duro, como correspondía a un trigo bien granado y su sabor era agradable cuando lo partió con los dientes. Aquel cereal era comestible, solo que no se había caído de la espiga. Eso era algo muy raro y en aquel momento tuvo el presentimiento de que aquello era importante. Cogió aquella espiga con cuidado y la metió en un lugar aparte de su zurrón, teniendo mucho cuidado de que no se mezclara con las otras.


    Resultado de imagen de trigo salvaje

    Trigo salvaje.
    El joven siguió con su tarea hasta que la mancha de trigo salvaje fue segada por completo y los granos recogidos. A ojo calculó que con lo obtenido ese día y el anterior su familia llenaría la mitad del granero de adobe que habían construido antes de la estación de siega. No era mucho, pensó. Con aquello no podrían aguantar mucho, así que tendrían que completarlo con la caza y la pesca con arpón en el río. Conformarse con lo que naturaleza te pusiera delante, eso era lo que siempre hacían.
    Tras una hora de marcha, Nishin, sus seis hermanos mayores y Horshan el cejudo, llegaron al poblado cargando con el grano en grandes cestos de mimbre bien trenzado. La madre salió al encuentro.
    ¿Qué me traéis?
    Buen trigo para que nos cuezas ese buen pan que sabes hacer –respondió Horshan.
    La madre saludó a su marido y a sus hijos y dio un fuerte abrazo de cariño a su pequeño Nishin, pues siempre temía que los mayores, todos chicos fornidos, se burlaran de él y lo mortificaran.
    Padre me ha pedido que le talle dientes para su hoz –dijo sonriendo a su madre. Esta le devolvió la sonrisa mostrando sus propios dientes gastados. La harina para el pan la molían  frotándola entre dos piedras y estas siempre soltaban arenilla que terminaba en el alimento y de allí a la boca, desgastándolos.  Pero aún así pensó que su madre era la mujer más guapa del poblado a pesar de tener ya treinta y seis años.
    Muy bien, pero ahora ven a comer y luego te pondrás a ello.
    Comieron pan cocido sobre una piedra caliente y pescado seco en torno a un fuego frente a su cabaña. Esta era el orgullo de su familia por ser de las más grandes del lugar. Era circular y estaba construida con ladrillos de adobe cubiertos de mortero de barro para darle un elegante aspecto uniforme. Su diámetro era el de cuatro veces la estatura de Nishin y todos dormían juntos sobre esteras. Cuando hacía mal tiempo, trasladaban el fuego al interior, dejando que el humo escapase por una abertura en el techo de barro y ramas, pero ahora hacía calor y todos disfrutaban del aire libre. Tras comer, Nishin se levantó, no tuvo que decir nada, sabían lo que iba a hacer.
    A poca distancia de la cabaña su padre tenía un enramado donde guardaba buenos trozos de mineral de sílex que había conseguido intercambiándolo con unos nómadas por trigo y carne de oveja ahumada.
    Nishin eligió un lugar a la sombra de un árbol medio seco y se sentó en el suelo polvoriento cogiendo un trozo de sílex un poco más grande que su puño. Usando una piedra de río lisa y dura, fue golpeando el sílex con precisión para ir arrancando la corteza y dejar el núcleo al descubierto. Cuando terminó esta operación ya estaba sudando y esto apenas era el comienzo. Con la misma piedra y dando fuertes golpes en el núcleo, fue desprendiendo lascas planas, procurando que las esquirlas de piedra no le dañaran los ojos. En el poblado ya había suficientes tuertos. Repitió la operación con cuatro trozos de sílex más y notó que sus manos le dolían por más que las tuviera encallecidas por el trabajo con la hoz. Tallar era duro, pero ahora venía lo más delicado. Usando otra piedra de río más pequeña fue quebrando las lascas planas hasta conseguir fragmentos más pequeños en forma de cuchillos de filo basto. Había llegado el momento decisivo. Colocó uno de los cuchillos sobre una piedra plana y apoyó sobre su borde el extremo de un trozo de hasta de ciervo. Nishin tomó aire y golpeó delicadamente con la piedra plana sobre el extremo de asta, con el objeto de conseguir arrancar un pedacito de filo y dejarlo más agudo. Golpeó, golpeó y cuando casi no podía aguantar el dolor de sus manos, un fragmento se desprendió tal y como él quería, lo que casi le hace saltar de alegría. Ahora solo tenía que repetir la operación cuatrocientas veces y ya tendría el número de dientes necesario para la hoz de su padre y para la suya.
    Cuando el sol se fue, Nishin sentía que su pecho le ardía, pero estaba contento, al día siguiente les mostraría a todos su trabajo.
    El joven se levantó antes de que rayara el alba y fue al emparrado a recoger sus piedras talladas. No había querido llevarlas a casa para que su padre y sus hermanos pudieran verlas por primera vez a la luz del día. Con ellas en el zurrón se plantó delante de su familia y vació este en el suelo para que la viera. Estaba orgulloso de sí mismo y su cara irradiaba felicidad. Por desgracia, las caras de los demás mostraban algo diferente.
    Urbil, el mayor de los hermanos se adelantó y cogió uno de los dientes de piedra.
    Son pequeños. Nishin, has hecho todos los dientes pequeños. Están afilados, pero no se engarzarán bien en la hoz. Un par de tajos y se vendrán al suelo. Lo que has conseguido es un montón de valioso sílex, desperdiciado.
    Y lo tiró al suelo.
    Horshan el cejudo, dio una palmadita en el hombro a Nishin pero en su rostro la decepción era obvia. Con una sonrisa forzada volvió a la cabaña y cogió su arpón de pesca. Era evidente que no quería ni gritar ni enfadarse pensando en todo lo que le había costado conseguir el sílex, así que se marchó en dirección al rio. Los hermanos mayores le siguieron.
    La madre de Nishin le pasó el brazo por el hombro para consolarle, pero el chico no la escuchaba, tenía los ojos clavados en el montón de piedrecillas inútiles que yacían en el suelo y sobre ellas, la espiga que había guardado el día anterior. Se agachó y la recogió, aquello era lo único que servía de todo aquello, al menos los granos se podrían comer.
    Déjame un rato, mamá, necesito estar solo.
    Nishin echó a andar hasta salir del poblado y se acercó al cauce de un arroyo cercano. Era su lugar favorito, aquel a donde iba cuando necesitaba pensar y quería estar solo. Se sentó a la orilla y se puso a escuchar el rumor del agua. Aún conservaba la espiga en la mano derecha y viéndola allí, en su palma, decidió probar otro grano. Estaba bueno, al menos tanto como todos aquellos granos normales que se caían en cuanto maduraban.
    Nishin alargó de nuevo los dedos de su mano izquierda para coger otro grano y acabarse toda la espiga, pero cuando las yemas casi la rozaban en su mente cruzó una idea extraña, una idea nueva, tan nueva y tan genial que se le cortó la respiración.
    ¿Y si…?
    Se levantó de un salto. ¿Podría ser posible? Llevaba viendo crecer el trigo salvaje desde que tenía uso de razón. Este crecía por su cuenta y cuando maduraba, caía al suelo y crecía de forma desordenada y estorbándose. De aquello, los seres humanos conseguían una exigua tajada porque no podían conseguir todos los granos que necesitaban. Eso no se había podido cambiar hasta ahora, pero él tenía en sus manos una espiga de granos que habían madurado sin caerse. Si consiguiera que todo el trigo fuera como ese, los seres humanos podrían cosechar todo el grano, nada se desperdiciaría.
    Miró en derredor. A la orilla del arroyo había tierra fértil y humedad suficiente, lo que sabía que le gustaba a las plantas.
    A ver… ¿cómo lo hacen ellas? –se dijo a sí mismo. –Los granos caen y los que se quedan enterrados son los que nacen, esto lo he visto montones de veces.
    Cogió la espiga y la desgranó.  Solo eran diez granos, no era mucho, pero sería suficiente. Escogió un lugar despejado cerca del arroyo, con humedad, pero alejado para que una riada no los matara. Usando los dedos, hizo diez pequeños agujeros en dos filas  algo separados unos de otros y enterró los granos de trigo. Los tapó. Ahora había que esperar varios ciclos de la luna. Era mucho tiempo, pero no le importaba, esperaría, y eso le daría una ilusión. Ya no le importó el haber hecho mal aquellos dientes de hoz, tenía tiempo y volvería a intentarlo. Solo era cuestión de practicar.
    Se lavó las manos en el rio y se dirigió hacia el emparrado donde su padre guardaba el sílex, tenía trabajo que hacer.
    Pasaron muchos ciclos de la luna, llovió, hizo frío y vinieron nuevas familias al poblado atraídas por el cereal y el comercio de la sal que se producía allí. Muchos de los antiguos pobladores estaban preocupados porque los recursos de la zona estaban explotados al máximo y eran más a repartir. Horshan el cejudo era uno de ellos. Ya no estaba seguro de que hubiera futuro allí para sus hijos y estos notaban su preocupación cuando se sentaba junto al fuego y clavaba sus ojos en este sin decir palabra.
    Padre, quiero enseñarte algo.
    Horshan el cejudo alzó la mirada. Ante él estaba su hijo menor, Nishin, el más endeble de todos aunque al menos había aprendido a tallar, eso era cierto. Destrozó mucho sílex para ello pero ahora era un magnifico tallador de piedra.
    ¿Qué quieres hijo?
    Ven padre, tengo algo que enseñarte.
    Pensó que no tenía nada que perder ni que hacer, porque apenas quedaban ya peces en el rio ni caza en los montes y la minúscula cosecha ya había sido recogida, así que se levantó y siguió a su hijo.
    Nishin salió del poblado de casas de adobe con su padre y su madre detrás. Esta ya sabía que su hijo tenía un secreto pero nunca lo había visto. Cuando el adolescente llegó a la orilla del arroyo le señaló con el dedo a su padre un lugar.
    Mira, papá.
    Horshan  el cejudo dirigió su ojos hacia el lugar y vio diez espigas de trigo maduro en dos filas de a cinco.
    Padre, no han nacido por casualidad, yo las he plantado y de una espiga que al madurar mantiene sus granos en su sitio. Los voy a recoger y voy a volver a plantarlos.
    Los ojos de Horshan  mostraban que estaba atónito. ¿Cómo que su hijo había plantado trigo? ¡Este nacía por su cuenta! Sin embargo, nunca había visto unas espigas que nacieran alineadas. Se acercó a una de las plantas e introduciendo sus dedos en la tierra encontró que tenía raíces, no las había clavado su hijo para tomarle el pelo.
    ¿Entiendes padre? Si nosotros plantamos este trigo y lo cuidamos, tendremos más cosecha y la recogeremos entera. Tendremos más comida y no dependeremos de si encontramos o no plantas silvestres, el trigo estará donde nosotros queramos.
    Cuando el padre se incorporó para mirar a los ojos a su hijo este ya estaba siendo abrazado por su madre que había comprendido al instante que algo muy grande había cambiado en el mundo y lo había traído su hijo, Nishin, el pequeñito.
    Desde aquel día, las cosas fueron diferentes para siempre en la aldea y tras muchas estaciones Nishin se convirtió en un hombre y tras ello, ya con cincuenta años, en un anciano respetado al que eligieron como jefe de su poblado. Al poco de la elección, tomó su cayado, reunió a su pueblo y les habló.
    Hemos crecido y hemos de cambiar. Vamos a mudar el poblado a un nuevo emplazamiento aquí cerca; pero lo que haremos ya no va ser un poblado, sino algo mas grande, nuevo, diferente y que cambiará el mundo. Construiremos una ciudad y la llamaremos Jericó.


    Francisco Castillo.
    Historia en cuentos: de la prehistoria al Renacimiento, pp 19-29
    Edit; Amazon

  •             ISBN-13: 978-1976715969


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    Venecia 1501


    Salai, ve a la habitación y tráeme el frasco de pigmentos azules, quiero pintar un buen cielo – dijo el Maestro.
    A regañadientes, pues tenía bien ganada su fama de perezoso, el joven Salai dejó la manzana que estaba pelando y se encaminó hacia los aposentos de su señor, donde este almacenaba los materiales de sus más costosas pinturas. Se suponía que ser ayudante del gran Leonardo era un gran honor, pero para Salai a veces era algo que se le hacía pesado, porque continuamente a su señor se le estaba estaban ocurriendo cosas nuevas que no tenían nada que ver con lo anterior y siempre de acá para allá.
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    Leonardo Da Vinci.
    El joven de cabellos rubios y rizados abrió la pesada puerta de madera y sus ojos se abrieron como platos. El arcón donde el maestro guardaba sus pigmentos y sus documentos más valiosos estaba abierto de par en par y el contenido esparcido, ¡Les habían robado!
    ¡Maestro! ¡Maestro! Venga, corra. – Gritó con todas sus fuerzas.
    Dos horas después, Leonardo Da Vinci se encontraba en presencia del Dux de Venecia y de sus dos consejeros de más confianza. Iba de un lado a otro de la habitación, revolviendo sus manos de forma nerviosa; tenía 49 años, pero la calvicie de su frente y sus cabellos que le caían ya canosos por las sienes le hacían parecer un anciano.
    Mi Dux, ¡Esto es terrible! – Dijo Leonardo. – Se han llevado los planos de la escafandra que había diseñado para las fuerzas de Venecia. Con ella, los soldados venecianos podrían atacar bajo el agua a los barcos turcos que acechan la ciudad. Con esa arma en su poder los turcos serán los que tendrán Venecia a su merced y podrán entrar por los canales sin ser vistos y atacar por toda la ciudad en el momento que quieran.
    El viejo Dux, Agustino Barbarigo se mesó su larga barba blanca. Su gobierno había contratado a Leonardo Da Vinci como ingeniero para que diseñara defensas contra los turcos que amenazaban con invadir la ciudad. Sus ideas muchas veces eran grandilocuentes y en principio la de la escafandra se lo pareció, pero Leonardo era el hombre más genial que había conocido y sus inventos a veces daban resultados asombrosos. Si la escafandra funcionaba, la República veneciana estaba en peligro.

    Leonardo ¿Tiene idea de quién pudo haber robado esos planos? – preguntó el consejero Lorenzo Bellini, hombre de famoso por su buen juicio.

    Pues… ¡los turcos! ¿Qué se yo? Solo sé que los planos han desaparecido.
    El Dux volvió a mesarse la barba.  El gran Leonardo era un hombre de artes y de ciencias, pintor como no había otro, arquitecto, inventor, ingeniero… un hombre de los que estaban trayendo una nueva forma de ver el mundo que el Dux intuía, pero no era hombre de intrigas. Él, sin embargo, llevaba años lidiando con gente de todas clases, buenas y malas, haciendo la política que mantenía a Venecia viva y sabía leer mejor que nadie en los corazones de la gente y tenía una sospecha de quienes podían ser los autores del robo. Al servicio de los turcos sin duda, pero no eran turcos en quienes estaba pensando.
    Quizá yo tenga una idea de dónde pueden estar ahora esos planos. – Dijo por fin el Dux. – Si mis sospechas son ciertas, hay quien pretende beneficiarse de la caída de la ciudad.
    Pues habrá que darse mucha prisa, Dux. – Dijo Lorenzo Bellini. – Cuanto más tiempo pase, más lejos pueden estar los planos.

    Descuide consejero y no se preocupe Leonardo. Tengo a la persona perfecta para esta misión.
    Ya era noche cerrada cuando una góndola alumbrada con un farol mortecino navegaba rauda por el Gran Canal de Venecia. Las aguas estaban bajas en aquella época del año, por lo que el olor del salitre, la humedad y las algas muertas envolvían a las dos figuras que llevaba la pequeña barca. El gondolero, un hombre recio de nariz aguileña, llevaba una capa negra que le cubría todo el cuerpo y un sombrero oscuro de ala ancha calado hasta sus fieros ojos; acurrucada a su lado, una niña menuda vestida con un vestido viejo de color pardo y que parecía asustada y muerta de frío.
    El gondolero hizo virar la embarcación y se internaron por el canal Dele Ostregue, dejando en el lado izquierda a la iglesia de Santa María del Ciglio y girando posteriormente a la derecha por el canal Delle Veste. Allí, el gondolero dirigió la góndola hasta un poste que sobresalía del agua junto a la pared y la niña con la ayuda del farol pudo ver como sobresalían dos escalones que llevaban a una pesada puerta de madera con goznes de bronce. En la oscuridad de la noche no se veía nada más.
    El gondolero ató la góndola y con un pie en la embarcación y otro en el primer peldaño, asió el gozne y lo hizo sonar tan fuerte que el sonido retumbó por todo el canal.
    La puerta se abrió con un chirrido quejumbroso, fantasmagórico, pero lo que apareció no fue un espectro sino una criada mayor con el pelo cubierta con un velo blanco y mirada desconfiada. Esta miró al gondolero primero, después a la niña y de nuevo al gondolero.
    ¿Esta es la que viene a lavar? – preguntó la criada.

    Sí. – Respondió el gondolero. – Es una poco tonta, pero servirá.
    La niña sonrió a la vieja criada con un aire bobalicón. Llevaba también los cabellos recogidos bajo en velo blanco, se veía a la legua que era una niña ingenua y por sus ropas, que su familia estaba necesitada de dinero.
    Pasa y no toques nada que no sea la ropa o te las veras conmigo.
    La niña salió de la góndola con un pequeño salto que casi le hace caer al agua al resbalar en el primer escalón, pero se repuso y con su mejor sonrisa entró en la gran casa siguiendo a la criada.
    La casa era mucho más grande de lo que se había imaginado vista desde fuera. Lo primero que se encontró fue  una gran sala de recibidor y dos tramos de escaleras a cada lado que llevaban a los pisos superiores. Esta sala no estaba vacía, el señor de la casa, Don Pietro Caboto, el jefe de la familia Caboto, una de las más importantes de la ciudad y cosa sabido por todos, enfrentada al actual Dux, charlaba con dos hombres de aspecto extranjero. La niña no pudo oír lo que decía, pues la criada la llevaba a toda velocidad, pero al ver como se movían los enormes bigotes negros de Don Pietro y como su mano acariciaba nerviosamente el pomo de la daga que le colgaba del cinto, supo que discutían.
    Finalmente, la criada la condujo a una habituación pequeña en el primer piso que olía a una mezcla de grasa rancia y jabón basto. Una tabla de lavar de piedra, una docena de cántaros de agua, una lámpara de aceite humeante y un enorme cesto de ropa sucia constituían toda la decoración
    ¿Cómo te llamas niña? – Le preguntó la criada

    Antonella. – Respondió la niña.

    Pues bien, Antonella se te paga por trabajar. Ahí tienes el agua y el jabón y quiero mañana por la mañana que esté lavado todo este cesto. Si no es así, sabré que has estado holgazaneando toda la noche y lo único que cobrarás será una patada en el trasero. ¿Me entiendes?

    Sí señora, pero este cesto es muy…

    La criada no esperó a que Antonella hubiera terminado la frase, sino que se dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta con llave y dejando encerrada a la niña.

    Antonnella vio todo el trabajo que tenía ante sí pero no se desanimó, sino que se arremangó los brazos y cogió la primera sábana que sobresalía del cesto, una pieza tejida en un suave algodón egipcio, muy diferente a los bastos ropajes de lana que ella vestía.
    La niña lavó sábanas, camisas, faldas, calzones y todo lo que iba sacando del cesto sin descanso durante horas y horas mientras en la casa se iba haciendo el silencio al marcharse todos a sus aposentos para dormir. Antonella nunca había visto una casa donde la gente se acostara tan tarde pero daba igual, había sucedido y en torno a la medianoche ya no se oía nada al otro lado de la puerta.

    La joven lavandera se secó las manos, se estiró las mangas del vestido y sacó una pequeña pieza metálica de un bolsillo que tenía oculto bajo el dobladillo de la falda. El objeto era un alambre alargado terminado en un gancho y asiéndolo con destreza se acercó a la puerta y lo introdujo en el ojo de la cerradura. Durante un minuto estuvo girándolo a un lado y a otro hasta que se escuchó un click que en el silencio de la casa retumbó como un disparo; había saltado el pestillo. Con un leve empujón, la puerta quedó totalmente abierta.

    La casa estaba a oscuras, iluminada tan solamente por la claridad de la luna que se filtraba a través de las ventanas cerradas con vidrio. Antonella esperó unos instantes hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad y comprobó que no había nadie en el pasillo. Llevaba en un bolsillo un cabo encerado con sebo para iluminarse con él pero prefería no tener que hacerlo aunque ello le supusiera avanzar a tientas.

    Con pasos felinos, se dirigió a la sala de entrada y tomó la escalera de la derecha, procurando que los escalones no crujieran bajo sus pies, porque detrás de cada sonido sabía que podía venir la muerte.

    Por fin, peldaño a peldaño, Antonella llegó al segundo piso, la zona donde sabía que se encontraban los aposentos de Pietro Cabotto, el lugar al que el Dux le había encomendado entrar.  Tomó aire y se encaminó hacia el ala derecha, deseando que la descripción que le habían hecho de la casa siguiera siendo tan correcta como entonces.

    Todo estaba en calma, no se oían más que ronquidos que partían de todos los aposentos. Antonella avanzaba confiada envuelta en la oscuridad, preocupada por no hacer ruido, tanto que no sintió que unos pasos se deslizaban tras ella en el piso de abajo.
    Maldita niña. – Susurró entre dientes la vieja criada.

    La anciana sirviente de los Cabotto había intuido algo extraño en la niña y había permanecido en vela observando la puerta del cuarto de lavar. Cuando Antonela salió furtivamente, casi grita de alegría al saber que había acertado, pero se contuvo, quería saber lo que estaba buscando la intrusa y ahora la seguía en la distancia, con la misma agilidad felina de la niña.

    La puerta del dormitorio de Don Pietro era de madera de roble ricamente labrada y se dividía en dos horas aseguradas por una enorme cerradura de hierro forjado. Don Pietro se aseguraba así que nadie pudiera entrar y sorprenderle en el sueño, pero eso no iba a frenar a Antonella. La niña sacó su ganzúa y a tientas fue capaz de introducirla por el ojo de la llave y abrirla rápidamente; había aprendido bien en las calles de la ciudad.

    La puerta se abrió con un ligero empujón y Antonella agradeció de corazón que los goznes no chirriaran. El dueño de la casa era un hombre colérico y hubiera castigado severamente a sus criados si en su alcoba no estuviera todo perfecto.

    Los ojos de la joven furtiva ya totalmente acostumbrados a la oscuridad pudieron contemplar como Don Pietro yacía sólo en una gran cama con dosel. No roncaba, pero su sueño era agitado y se revolvía entre las sábanas y cualquier susurro parecía que podía despertarle. Al fondo de la habitación se vislumbraba una pequeña puerta y tras ella Antonella sabía que se encontraba una minúscula estancia que servía como despacho privado del jefe del clan de los Cabotto. Nadie sabía mucho de aquella habitación, solo lo que algunas personas habían logrado entrever mientras su dueño entraba y salía, pues no autorizaba entrar a nadie. Si los planos de la escafandra de Da Vinci estaban en la casa, se encontrarían allí.

    Antonella notó como le palpitaba el corazón, pero no había llegado tan lejos para volverse ahora atrás, así que redoblando sus precauciones y muy lentamente, para no hacer el más mínimo ruido y no tropezar en medio de las tinieblas, avanzó por la estancia rezando para que la puerta no estuviera cerrada con llave y pudiera salir pronto de aquella trampa mortal.

    Tras lo que pareció una eternidad, la niña logró llegar ante la pequeña puerta y trató de girar el pomo de hierro sin conseguirlo. Como se temía, el mecanismo estaba cerrado con llave, pero era consciente de que de momento estaba teniendo suerte de no ser descubierta, no podía exigir más a la noche. Sin desanimarse, volvió a usar la ganzúa que no había soltado en ningún momento de su mano y con ella penetró en la cerradura con dificultad, emitiendo un pequeño chirrido, señal de que hacía años que nadie la engrasaba. Maniobró la herramienta con su presteza habitual, pero la cerradura se resistía. Antonella giraba el pomo, presionaba la puerta, retorcía la ganzúa, arañaba la madera… pero nada, la cerradura no se abría y a cada sonido que no lograba evitar, el cuerpo de Don Pietro respondía con una agitación.

    Una gota de sudor empezó a descender por la frente de Antonella, deslizándose por su cara hasta concentrarse en la punta de nariz donde empezó a engrosarse hasta que se dejó llevar por la gravedad y se precipitó al vacío, estrellándose contra el dorso de su mano en el instante justo en el que el pestillo hizo “click” y la cerradura se dio por vendida. La niña suspiró de alivio.

    Con la vista en Don Pietro tiró de la puerta hacía sí con cuidado, haciendo que los chirridos de los goznes se acompasaran con la respiración del magnate veneciano. Como era muy menuda, con abrir dos palmos fue suficiente para colarse y cerrar tras ella para sumergirse en la más completa oscuridad. Dentro notó olor a papel, a cuero y a polvo. A tientas comprobó que había una silla, una mesa grande y estanterías con libros, pero fue consciente de que el tacto no le bastaría para encontrar lo que estaba buscando. Sacó el rollo de cabo de vela que tenía preparado y lo sujetó entre los dientes, dejando colgar el extremo. Con las manos libres extrajo dos pequeños pedernales y lamentando no haber traído un método más silencioso, empezó a golpear las piedras consiguiendo prender el cabo con las chispas al segundo intento. Afortunadamente la pesada puerta amortiguó el sonido. Al instante, la habitación se llenó con una tenue luz amarillenta que bailaba con cada respiración de la niña.

    Antonella miró en derredor y vio que la estancia estaba pintada de un blanco desconchado y las cuatro paredes estaban cubiertas con estanterías de libros y fajos de hojas sueltas. De un vistazo comprobó que las hojas eran mapas de rutas comerciales por todo el Mediterráneo. En el suelo, pegado a una pared, descubrió un herrumbroso arcón de madera con refuerzos metálicos en las esquinas. No vio candado en él, así que con cuidado alzó la tapa.

    La luz de la vela hizo que el interior del arcón se poblara de sombras danzantes en torno a un rollo de papel atado con una cuerda de pita. Antonella cogió el rollo y cortó la cuerda con la llama, haciendo que se ennegreciera el papel en la parte que había lamido el juego. Cuando desplegó el rollo vio que estaba cubierto de una letra abigarrada y dibujos extraños de hombres con una especia de máscaras de las que salían tubo. No entendió nada, pero coincidía con la descripción que el Dux le había dado. Se sintió aliviada, la mitad de la misión, el encontrar los planos de la escafandra de da Vinci, había terminado y ahora… ahora a Antonella se le heló la sangre en las venas, había escuchado un ruido.

    La niña pegó el oído a la puerta y escuchó un murmullo apagado al otro lado, el murmullo de dos personajes que hablan sin querer ser oídos por nadie más. Comprendió que había sido descubierta y al otro lado se encontraba Don Pietro con quien sabe quién más y seguramente armados, esperándola para acabar con ella.

    Su corazón empezó a latir con fuerza creciente hasta hacerle sentir que se le iba a salir del pecho. Pensó en su vida, en su madre, en el último abrazo que le dio antes de morir y en su padre, capitán de galeras, que le había enseñado a amar a Venecia.

    Le entraron muchas ganas de llorar y los ojos se le humedecieron. Estaba sola y no era más que una niña pequeña. ¿Qué podía hacer? Se sentó en la silla de trabajo de Don Pietro, sintiendo que la faltaba el aire.

    ¿Qué puedo hacer? – Se dijo en un sollozo.

    Se llevó las manos a la cara y de nuevo volvió a acordarse de su padre y pensó en lo que le decía siempre que se sentía desesperada: “No te rindas nunca”.

    Antonella se secó las lágrimas, su padre tenía razón, no podía rendirse. Si se entregaba a Don Pietro no podía esperar nada bueno así que mejor pelear, no se lo iba a poner fácil. Miró en derredor en buscar de cualquier cosa que pudiera ayudarle y sólo vio libros, mapas, una silla, dos lámparas de aceite, un arcón… ¡Dos lámparas de aceite! Su cerebro empezó a maquinar a la velocidad del rayo, tenía que darse prisa, cada segundo que pasaba al otro lado de la puerta estarían más preparados. Metió los planos en el bolsillo bajo su falda hechos un rollo y acto seguido tomó las dos lámparas en forma de taza que colgaban de dos clavos en la pared. Comprobó que tenían una buena cantidad de aceite y les prendió fuego pero no a la mecha que sobresalía por una boquilla, sino al aceite en sí, provocando que una llama viva y peligrosa sobresaliera por el borde de ambas, las asió por sus asa y de un manotazo abrió la puerta de par en par haciendo que la hoja golpeara con estruendo la pared contraria.

    Al otro lado, sorprendidos, se encontraban la criada y Don Pietro, vestido todavía con la camisa de dormir y con un puñal desenvainado. La hoja de acero del arma brilló como el sol cuando Antonella les arrojó a ambos las lámparas de aceite. Estos consiguieron esquivarlas por puro milagro pero el aceite ardiente se desparramó por toda la habitación, prendiendo en tapices, sábanas, colgaduras y en cualquier cosa que fuera combustible. La niña aprovechó la sorpresa para correr como una exhalación y pasar entre ambos en dirección a la puerta de la habitación, en busca de una salida, en busca de salvar la vida.

    Don Pietro y la criada tardaron unos instantes en reaccionar pero en seguida toda la casa retumbó con la voz de trueno del poderoso veneciano, acompañado del crepitar de las llamas que devoraban su alcoba. Toda la casa: criados, familiares, invitados, guardianes… se pusieron en pie y empezaron la persecución de la niña por la que clamaba su patrón.

    Antonella corría por los pasillos de una casa que no conocía con la fuerza de la desesperación.

    ¡Vigilad la puerta! -gritó alguien en el piso de abajo. Le cortaban la retirada por la única salida.

    De nuevo se preguntaba a sí misma ¿qué podía hacer? Cada vez más gente con la cara iracunda de quien ha sido desvelado del sueño salía a los oscuros pasillos. Jóvenes y viejos en camisa de dormir y mujeres que se cubrían el cuerpo con las sábanas. Todos buscándola. No tenía escapatoria por la puerta así que su mente buscó una salida a la casa.

    ¡Las ventanas! – Pensó.
    En la casa de Don Pietro sonó con la fuerza de un disparo la rotura de los cristales de una ventana del segundo piso. A continuación, algo pesado impactó en el agua del canal.

    Se ha tirado por una ventana – dijo un joven mozo. – Se ha tirado de cabeza al canal.
    La puerta de la casona se abrió de par en par y una docena de hombre se asomó a las aguas envueltas en la oscuridad de la noche, e incluso un par se tiraron al canal en busca de la niña.
    ¡Qué nos quemamos! ¡Traed agua! – gritó una voz de anciana.
    En efecto, al abrir la puerta se había creado una corriente de aire que había avivado el fuego ya hora toda un ala de la casa estaba crepitando en llamas. El humo empezó a extenderse por toda la casa y cundía el pánico. Los hombres empezaron a traer cubos para sacar agua del canal pero el fuego avanzaba deprisa, iluminando la noche veneciana como si fuera carnaval. Todos comprendieron que era menester ponerse a salvo para no perecer abrasados.
    ¡Socorro! ¡Ayuda! – gritaban las mujeres por las ventanas abiertas de par en par.
    Empezaron a aparecer por doquier góndolas de vecinos que venían a ayudarles. Unas traían hombres con cubos que intentaban atacar el fuego desde el canal sin mucho éxito, mientras otras se acercaban a la puerta y empezaban a cargar gente para sacarla del incendio. En pocos instantes, una docena de góndolas se abigarraron con figuras en camisón y abrigadas con mantas de los pies a la cabeza, por el frío de la noche y por el pudor de que las reconocieran con la ropa de cama. Los gondoleros llevaron por los canales a las mujeres y a los niños recogidos hasta la cercana plaza de San Marco, corazón de la ciudad; allí estarían a salvo mientras se decidía qué hacer. Poco a poco se formó un grupo numeroso a los que se le fue añadiendo muchos curiosos, algunos de los cuales tuvieron el buen detalle de traer más mantas y vino. En el desbarajuste, nadie se fijó en una pequeña figura embozada en una manta que se escabulló del grupo, las sombras de la noche la envolvieron mientras desaparecía por la calle Vallaresso. Los hombres de Don Pietro podían proseguir la búsqueda de la intrusa cuanto quisieran, que lo único que encontrarían sería la silla que había arrojado por la ventana.
    Al rayar el alba, una cansada Antonella fue recibida por el Dux  y por Da Vinci en una villa tranquila situada al norte de la ciudad. Tras dar la noticia de su misión, apenas había tenido tiempo de asearse y ponerse un vestido adecuado para la ocasión: un precioso traje de lana azul con el cuello bordado. Sus cabellos oscuros le caían en tirabuzones por los hombros. No había ni rastro de la mirada bobalicona.
    El viejo dirigente veneciano parecía estar tan cansado como la joven, pues apenas pudo dormir durante la noche por los remordimientos de haber mandado a una niña a una misión tan difícil, en cambio Leonardo Da Vinci parecía eufórico y se frotaba las manos con nerviosa alegría.
    ¿Traes los planos, pequeña? – preguntó finalmente el Dux.

    Sí, mi excelencia. – Respondió la niña haciendo una graciosa reverencia y extendiendo la mano para ofrecer el rollo de papeles que le había hurtado a Don Pietro.
    El Viejo Dux tomó los papeles de mano de la niña y enseguida se los pasó a Da Vinci, que confirmó su autenticidad.
    ¿Sabes que es esto? – Le preguntó el afamado inventor a Antonella.

    No mi señor, sólo me dijeron que eran necesario para Venecia el que lo recuperara.
    Pues bien, hija, esto es ciencia. Una ciencia que renace después de siglos de oscuridad y que nos vuelve a nosotros tras la etapa gloriosa del mundo griego y romano. Ahora niña, a nosotros nos compete mejorar lo que nos dieron los antiguos y llegar más allá. Aristóteles, Hiparco, Eratóstenes, Arquímedes… ¿sabes quién fue Arquímedes?

    Sí, alguien que investigó porqué flotan los barcos, mi padre me lo contó.
    El Dux se sorprendió y se quedó con la boca abierta, pero Da Vinci se limitó a asentir al ver que hablaba con alguien que le comprendía.
    Así es niña y sin Arquímedes y sus trabajos yo nunca hubiera podido diseñar esta escafandra para que los hombres se muevan bajo el agua. Estamos en unos tiempos nuevos que miran a lo mejor del pasado y créeme, lo vamos a superar.

    Antonella sonrió ante la perspectiva de todo lo bueno que Da Vinci le anunciaba.
    Una cosa más… Dijo Leonardo. – Tienes un bello rostro. ¿Te importaría que te pintara? Un mercader de Florencia me ha pedido que haga un retrato de su esposa, pero creo que tu rostro encajaría… encajaría mejor con el cuadro que quiero hacer.
    Antonella inclinó la cabeza en señal de modestia y volvió a sonreír sin que nadie pudiera adivinar lo que estaba pensando, tenía una sonrisa verdaderamente enigmática.

    Francisco Castillo.
    Historia en cuentos: de la Prehistoria al Renacimiento, pp 123-140
     ISBN-13: 978-1976715969

    Edit; Amazon

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    1 comentarios:

    1. Buen aporte. Los cuentos están muy bien así que caerá el libro completo.

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